Second time around, a case for Marseille
Y por qué un lugar como Tuba Club sólo puede existir allí...
Pocos temas en la vida tan polarizados como las segundas oportunidades.
¿Quién las otorga? ¿Quién se las merece? ¿Por qué? ¿Valdrá la pena? ¿Y si nos arrepentimos?
Lo sé, son muchas las interrogantes, muchas las variables y muchas las posibilidades a considerar.
En esa encrucijada me encontraba yo, cuando decidí— de una vez y por todas, motivada por un review de Eugenia González para YOLO Journal, regresar a Marsella.
Se preguntarán por qué. Y es que, hace algunos años, más allá de un almuerzo celestial en la catedral de la gastronomía tunecina Chez Yassine, la visita al impresionante complejo de arte y diseño MuCEM, seguida por el viejo puerto, una breve escapada a Cassis, calles bautizadas de graffiti, y las inexplicables máscaras de cartón de la reina Isabel en el hotel Mamá Shelter, no guardo mejores recuerdos de la ciudad. Lamento decepcionarlos.
Siendo honesta, Marsella no estaba para rodeos ni se dejaba descubrir, podría decirse que me tomó desprevenida. Poco le importaba mi opinión sobre ella, mucho menos mis recomendaciones- ni las de mi amiga Jesiel. Era más grande de lo que había imaginado, más robusta, más tosca, más ruidosa, más compleja, más irreverente, altiva, soberbia, tenaz, más cruda, caótica. Para que me entiendan, era la hermana perdida de San Juan.
No podía encontrar esos sofisticados cafés, esas panaderías artesanales, esas boutiques exquisitas, esas galerías, esos bulevares inmaculados a los que Francia me había ya mal acostumbrado.
Pero el tiempo, remedio infalible que todo lo cura, me hizo entender que estaba buscando lo que no se me había perdido en el lugar equivocado, como quien le pide peras al olmo. Por esa y tantas otras razones, fui muy afortunada cuando Marsella se compadeció de mí y no solamente me dio una segunda oportunidad, sino que también me regaló un par de sus tradicionales navettes para hacer las paces. Yo en su lugar no hubiese sido tan generosa.
Fue entonces, con otros ojos, sin la neblina superficial, que pude verla tal y como era, y demás está decir, me enamoré perdidamente de ella, modo brand ambassador. Enhorabuena porque Marsella está en su mejor momento.
No porque lo diga yo, ni Vogue. Nadie puede resistirse a los encantos de sus atardeceres desde cualquier habitación en Les Bordes de Mer, las estampas de parejas enamoradas besándose en la corniche Kennedy, los helados de vainilla en Lou Lou Monsieur Glace, el café en Cécile Food Club y en Petrin Couchette, las calas de Malmousque con sus típicas cabañas de pescadores, las especias de Epicerie L’ideal, los jabones de aceite de oliva de Maison Empereur, la pizza de anchoas en L’Eau á la Bouche, navegar en velero por las calanques en Le Don du Vent, el menú entero en Chez Yassine, los quesos y sandwiches en La Meulerie, el rosé, los crudos y mariscos de la Poissonerie Kennedy y claro, el más instagrameado, la joya de la corona que no podría existir en ningún otro lugar…TUBA Club, nadie puede. A Marsella le sobra actitud, le sobra vibra, una vibra que no pide permiso, no se disculpa, ni te acaricia, no estás en París. Así que abraza la incertidumbre y ahórrate las changuerías.
Sin más, relájate, coopera y déjate llevar por la ola de Marsella.